Les comparto el resumen de un artículo sobre la función simbólica del bar que propongo entregar en los sucesivos números de la revista. La idea es precisamente categorizar algunas de las situaciones que se precipitan en el contexto que el propio bar genera.
Pido disculpas de antemano si es que el lenguaje les resulta excesivamente técnico, pero creo que el asunto merece un espacio para la reflexión precisamente por la importancia que tienen estos espacios como epicentro de ciertas relaciones sociales, siendo uno de mis objetivos utilizar términos precisos. Adelante pues.
Podríamos acordar que los bares actúan como espacios de consumo convivencial en los que se propician prácticas relacionales. Los bares rebasan, por lo tanto, su función aparente de ser un lugar donde poder consumir alimentos (bebidas y comidas) en sociedad, siendo el principal establecimiento gastronómico en el que se establecen relaciones sociales de cultivo. Su función incluye la puramente material, por supuesto, pero la desborda.
Me atrevo a proponer que una de las dimensiones fundamentales del bar es su función simbólica, es decir, aquella que pertrecha a los clientes de significado, cerrando, por lo tanto, las brechas entre el mundo vivido y el deseado. La realidad sensible, está repleta de significantes, aunque acostumbran a escasear los ya mencionados significados. La malla que los humanos lanzamos sobre el universo tangible está hueca, con múltiples vacíos, dispuestos al relleno.
“Al templo (al bar) se acude, para asistir a cultos plasmados en rituales; ese templo es un lugar sagrado, segregado, donde se oficia una liturgia determinada”
El camarero, el tabernero actúa cual chamán; un mago tribal, cuya acción trasciende el servicio inmediato solicitado (un intercambio producto por dinero), para aportar significados ultra materialistas, proporcionando ese sentido simbólico-espiritual.
Al templo (al bar) se acude, para asistir a cultos plasmados en rituales; ese templo es un lugar sagrado, segregado, donde se oficia una liturgia determinada. Los alimentos, las bebidas, consumidas en el marco de los bares, son buenos para comer (es decir, se escogen por motivos biológicos, nutricionales, gustativos, de efecto) pero también buenos para pensar: dan sentido al mundo. Todo bar, por lo tanto, está inscrito en un marco taxonómico sociocultural, y una matriz espacial a la vez que simbólica, conectada con la calle, el barrio o pueblo, a la par qué dotada de unas características propias, llamémosle “el alma”, que se distingue del resto de lugares ordinarios por su esencia particular.
Los que acudimos al templo, debemos practicar una suerte de mundanidad, con el objetivo de diseñar junto al conjunto de participantes un clímax a su vez abierto y respetuoso con la identidad diferencial de cada uno de los sujetos presentes. Esta categoría que nos damos y que requiere un trabajo constante, puede ser perturbada por aquellos que desconocen el halago mútuo de estas relaciones definidas como mundanas (propias de aquel o aquella que posee mundo a sus espaldas y conoce el código).
Los que por acción u omisión renuncian a esta seducción de grupo, se caracterizan por torpedear la cuestión; apelando a una supuesta sinceridad digna de ser admirada, que consiste en decirnos lo que piensan sin que necesariamente les hayamos preguntado, como si eso nos importara un carajo.
Pido de nuevo que me perdonen y ya van dos veces en este artículo tan sufrido. Aquellos que no saben, no pueden o no quieren jugar al cortejo en nuestros bares se arriesgan a ser considerados como perfectos imbéciles. Eso sí sólo y en la acepción que los describe como auténticos aguafiestas que se caracterizan por lo impertinente que nos resulta su presencia ¿qué cuál es su función me preguntan? Pues por si tuviéramos pocos problemas en nuestro cotidiano, fabricar conflictos artificiales; podría ser que también les ponga eso tan habitual de jorobar, jorobar y jorobar.
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