Por Sergio Gil, presidente de la Fundación de Restaurantes Sostenibles
Más allá de las versiones utilitaristas (poniendo el acento en una perspectiva individual del consumo), que sobre la función que el vino desempeña y ha desempeñado en las sociedades mediterráneas, deberíamos reflexionar sobre la evidente, aunque polémica función que las bebidas alcohólicas y en concreto el vino, juegan en las estructuras sociales y estas últimas de qué manera se manifiestan en el espacio bar-restaurante.
Desde una aproximación histórica o sociológica, por utilidades individuales, se comprende, que el vino desde su origen datado en el 6500 A.C aproximadamente, supone un uso por parte del ser humano que, a pesar de tener explicaciones múltiples, encontraba respuestas de sesgo básicamente orgánico, también apoyándose en parte por la medicina, la nutrición o la psicología.
Por qué bebemos vino
Ante la pregunta de ¿por qué bebemos vino? Las respuestas, insisto desde una visión histórica, han sido fundamentalmente dos, entendiendo que la ingesta diaria de este fermentado tiene origen y protagonismo, mayoritariamente, en las clases populares.
Por un lado, la que se centra en la utilidad individual anestésica: el vino se visualiza como un excelente quita penas, óptimo para olvidar los problemas cotidianos. Una suerte de droga evasiva de los contratiempos del día a día.
Otra línea en paralelo que explicaba el uso del vino era la que se afirmaba en el carácter nutricional que éste tiene. El vino ha ayudado a cientos de generaciones a quitar el hambre, dotando en paralelo de una mayor energía al consumidor, en su necesidad de utilizar su fuerza de trabajo.
Sin negar esas explicaciones que convergen hacía el beneficio del yo, desde la antropología del bar, pensamos que falta una explicación capital. El consumo en el marco social, como posibilitador de comunicaciones de corte íntimo, en contextos confesionales de extrema confianza.
Declaraciones de amor, propuestas de revuelta, desahogo emocional, también por supuesto inspiración cómica, contagio de alegrías. El vino nos obliga a activar la memoria y a proyectar cierta creatividad personal en contextos sociales de horizontalidad.
El catedrático de antropología social de la U.N.E.D, Julián López García, sostiene estas teorías y en concreto defiende la tesis del desarrollo de la valentía “el consumo del vino nos empuja a no reproducir como ruedas de molino discursos oficiales, si no que el vino nos invita a activar la memoria; frente a las tesis de que el vino nos hace olvidar, los antropólogos decimos que el vino nos hace recordar, sobre todo en la segunda, la tercera copa”.
Socializar
Desde gastropología, planteamos esta situación dada de cierta alteración de la realidad inmediata como el momento máximo de permeabilidad sociabilizadora. Es el tiempo laxo de suspensión de la voluntad, la capacidad de mantenerse en esos márgenes supone con seguridad una vía directa al disfrute del otro.
El vino es social y por supuesto el hábito de su consumo lo ha configurado como cultural. El marco de consumo que supone la atmósfera del bar y del restaurante es propiciatorio para esa fusión de pegamento emocional, de conexión fuerte, de facilitación comprensiva, ayuda a esa alianza entre individuos, de aquí que es en estos contextos donde cobran sentido ciertas complejidades de grupo; rituales, ceremonias, liturgias que resumen de forma armónica la vocación gregaria de las comunidades humanas.
En el bar y restaurante, casi nunca hay una única copa si la compañía recibe la invitación telepática a acompañarnos unos minutos más en ese viaje hacia la memoria.
Las teorías, que desde gastropología venimos compartiendo, explicando el uso del bar como un acelerador de partículas hacía cierta animalidad cognitiva, presupone que el viaje está acompañado de la sustancia que nos acerca al yo animal.
Los bares, los restaurantes, son un rescate de ese ser primario, el animal social. Las bestias se quedan en la puerta, conservemos el derecho de admisión.
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