Imagina, si eres capaz, una sinfonía de sabores inigualables: percebes que rompen entre las rocas, ostras frescas como el rocío de la mañana, nécoras que explotan de sabor al primer bocado, centollos que son puro mar, almejas que susurran historias de océanos lejanos, mejillones que hablan en sus lenguas salinas o el pulpo a feira que se derrite como un poema en la boca.
Añade a eso sus productos de la tierra. La tortilla de Betanzos que, si hay justicia en este mundo, debería ser Patrimonio de la Humanidad, y esos grelos, esa floración del nabo que son la elegancia del campo puesta en un plato. Y no olvidemos a la vaca gallega, esa majestuosidad que recorre los prados verdes como un símbolo de la pureza de esta tierra. Galicia no solo es uno de los mejores territorios gastronómicos del país sino también uno de lo mejores del planeta. El mar y la montaña convergen aquí en una danza perfecta. No hay nada que se le compare.
Mientras en otros lugares del mundo se obsesionan con alterar el producto hasta transformarlo en algo irreconocible, Galicia permanece fiel a su identidad, no necesita adornos. Lo que se ofrece aquí no requiere más que un mínimo respeto para brillar por sí mismo.
Lo que digo no es un capricho, no es una exageración. Es tan cierto como que me llamo Alfons. Porque hay verdades que se sienten en el aire, que se palpan en el sabor y se viven con la misma intensidad con la que respiramos. Y Galicia no tiene parangón, ni en España, ni en Francia, ni en Italia, ni en Grecia, ni en México, ni en ninguna otra parte del mundo. Su cocina, su base, no solo es la gastronomía de un pueblo, es la raíz misma de la cocina de producto. Aquí reside el verdadero arte de cocinar, un arte que va más allá de las técnicas y se sustenta en la calidad absoluta del producto.
Y el paisaje… Ah, el paisaje de Galicia. Nada ni nadie puede describirlo, porque es la armonía hecha naturaleza. El mar infinito abrazando las costas, los bosques cubriendo las montañas en una capa verde que parece imbatible, todo tan puro, tan salvaje, tan perfecto. Galicia tiene todo lo que el corazón necesita para sentirse completo.
Pero aquí radica la tragedia, la ironía sublime de esta tierra. Los gallegos, pese a tenerlo todo, se ven a sí mismos como extraños en su propia casa. Quizás sea el clima que les empuja a la introspección, o esa lengua ancestral que, si bien es un canto de pureza, parece a veces un enigma para quienes la hablan. Hablan entre ellos como si estuvieran guardando secretos del universo. Y no lo ven. Toda su vida se han marchado, hacia Madrid, hacia Buenos Aires, hacia cualquier rincón lejano, sin saber que nunca tuvieron que partir.
Porque lo que tienen, lo que realmente poseen, está aquí. A su alcance. Y, sin embargo, no lo comprenden. Es el gran dilema gallego: saber que tienen el mundo entero en su tierra y, al mismo tiempo, no saber qué hacer con ello.
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