Sergio Gil

Hablar del bar supone referirse a él como un espacio de intercambio y negociación, donde las identidades son considerablemente maleables debido, en gran parte, a los diversos elementos tangibles e intangibles que componen el propio paisaje que proyecta.

 

En ocasiones he utilizado la metáfora de la luz que atraviesa un prisma para ilustrar cómo las identidades se fragmentan y reconfiguran en el espacio bar. Incluso llegando a considerar que la acción allí desarrollada tiene poder sobre el tiempo, ya que determina la secuencia del pasado, presente y futuro; haciendo que el tiempo sólo sea concebible dentro de un marco sensible diseñado para tal efecto.

 

Desde la perspectiva que disponen mis propios avances en antropología urbana propongo un enfoque multidisciplinario, que estudia flujos superpuestos, nuevos hábitos y redes de comunicación tanto física como virtual. Es en este contexto donde el bar puede ser contemplado como un orden y un desorden, siendo la identidad el resultado de la tensión entre la planificación empresarial y las prácticas de los habitantes del establecimiento (los clientes).  Bajar al bar entonces, no deja de ser un descenso al reino de la fragmentación y la incertidumbre, donde la verdadera conquista es mantener un nivel de calidez y conexión con los demás; es ahí donde reside el equilibrio.

 

Cuando provoqué la torsión metodológica que Gastropología desarrolla respecto a la etnografía tradicional, lo hice con la intención de subrayar la espacialización de la propia observación. Me refiero a la necesidad de ampliar la capacidad de analizar y comprender las relaciones entre el individuo y su entorno espacial, considerando tanto los aspectos teóricos como los prácticos. Es en este sentido que la visión heterogénea de las relaciones en el bar que vengo denominando como gastropología o antropología del bar, son un ejemplo de cómo se pueden generar nuevos conceptos al estudiar las relaciones entre las personas y su entorno en un espacio fronterizo, como lo es un bar o un restaurante.

El espacio-frontera se define como un espacio en el que el individuo se siente proyectado hacia la socialización, lo hace por percibir, tanto seguridad como cierta comodidad, para actuar y pensar libremente. Este espacio es por lo tanto y así lo podríamos denominar semipúblico o semiprivado, y se caracteriza entre otros factores, por tener diferentes niveles de intensidad, según el requerimiento del propio momento.

 

La diferenciación entre el espacio público y privado en el ámbito urbano (allí donde priman relaciones de urbanidad) requiere una mirada a lo que significan estas dos esferas. El espacio público se define como una superficie cuya propiedad es reclamada o puede ser reclamada por la colectividad que lo habita o se relaciona con él. El espacio público es también, teóricamente accesible a todos y se caracteriza por su constante visibilidad, mientras que el espacio privado se define como cerrado, inaccesible e invisible. Sin embargo, los espacios de recreo como los bares, restaurantes y cafés podemos considerarlos como semipúblicos, ya que, aunque existen ciertos elementos arquitectónicos y regulaciones administrativas que limitan su acceso, estos lugares tienen la capacidad de acoger a todo el mundo y recrear un sentimiento de pertenencia y arraigo.

 

Estos espacios generan significados colectivos y memorias compartidas a través de las prácticas y representaciones que permiten al sujeto colocarse dentro de un orden espacio-temporal. El habitar es una actividad práctica y relacional que genera espacios con usos y significados colectivos y memorias compartidas. La relación de las personas entre ellas y con el espacio determina el habitar, lo cual tiene que ver tanto con las representaciones del ambiente que las personas construyen, como con las maneras en que descubren lo que el ambiente permite u ofrece como posibilidad de ser.

 

Los bares y también los restaurantes se reivindican de continuo como lugares de socialización y conexión con los demás, son elementos esenciales e insustituibles de la vida urbana, insisto que no es sinónimo de ciudad sino de urbanidad, ya que aumentan sus pulsaciones en el marco rural de cualquier pueblo que se precie. Los bares, por lo tanto, rechazan opciones superficiales y narcisistas de ocio y consumo, y buscan preservar las experiencias auténticas y significativas que se pueden encontrar en estos espacios que por suerte huyen de ser considerados exclusivamente lugares.

Cierro invitando al lector a plantearse la diferencia entre lugar y espacio.

Semanas atrás andaba yo en lo alto de una ladera sobre el rio Sil en la Ribera Sacra gallega. El equipo de Gastropología ultimaba la apertura de un restaurante en una de esas bodegas que te hacen comprender lo pequeños que somos delante de aquella naturaleza majestuosa, más aún cuando la observamos tras los cristales de un vino bien elaborado, bien servido, bien hablado, y permítanmelo, bien reído.

Ese sin duda era el momento oportuno para permitir, junto al cliente y su equipo, que las tensiones lógicas ante un proyecto de cierta envergadura-riesgo, se fueran disipando con los sorbos del caldo elegido, agitando a base de brindis los designios al éxito. Sumando otras alegrías, dispuestas a asumir el testigo de esa barra del bar ya bendecido.

 

Los primeros antropólogos pensaban que, así como las especies evolucionaban de organismos sencillos a otros más complejos, las sociedades y las culturas de los humanos debían seguir el mismo proceso de evolución hasta producir estructuras complejas como su propia sociedad. Influidos por el evolucionismo, teorizaban sobre el ir de menos a más como un camino de explicación inequívoca.

 

Lo vi, ahí lo vi claro, era el momento de diseñar la mecánica del negocio: propuse una experiencia de servicio de sala perfecto, que en este formato de restauración debía ser evolucionista como los primeros antropólogos. Es decir, teníamos que lograr que los clientes pasaran sí o sí por la barra, propiciar unas risas de relajación, acompañar a la mesa del restaurante y permitir que los comensales gestionaran su libertad al sentirse en esa suerte de reuniones que curan.

 

Cuando me enfrento al reto que supone diseñar un bar o un restaurante independiente desde la antropología, aprendo que cada espacio requiere una solución de ingenio distinta, un matiz, un encontrar su propia lógica en los movimientos y en las coreografías que lo componen. Estamos delante de una comedia no sólo de situaciones sino también de distancias. La teoría sirve para explicar, pero será la propia acción la que determine el ajuste.

 

Larga vida a los bares que curan, a los restaurantes que nos restituyen y a la antropología que nos lo explica.